Cuento: Preciosaurio, de Silvia Schujer.


"Gracias por cuidarlo", decía la carta colgada de la canasta. Porque lo que dejaron en la puerta de mi casa—alguien que quizás tocó el timbre y salió corriendo— fue una canasta con un huevo rojo del tamaño de una sandía.




Creí que era una broma. Pero al escuchar que el cascarón empezaba a quebrarse como cuando va a nacer un pollito, cargué el bulto hasta mi pieza.

Y bien. "Gracias por cuidarlo", decía la nota.







De nada, pensé.

Pero... ¿Cuidar qué?

De pronto, entre craques y cracs por todos los costados, el huevo se abrió. Sin darme tiempo a respirar. O pestañear, o toser, o salir corriendo.

Asomó una cabeza verde con nariz de chanchito y me miró. Sus ojos brillaban como dos estrellas transparentes.

—Soy Silvia— me presenté, con la voz entrecortada.

Y el ser asomado del huevo, abriendo la bocota grande como todo el ancho de su cara, me sonrió.

Cuando vi que hacía fuerza para salir, me acerqué y lo ayudé a romper el cascarón.

Su cuerpo era verde. Ni claro ni oscuro. Y tenía escamas del mismo color.

El cuello, largo como la cola, lucía un collar de pelusa amarilla.

Y aunque no me animaba a tocarlo, debo confesar que me resultó simpático desde el principio.


Era una mezcla de dinosaurio, perro salchicha y elefante. Cosa extraña, era precioso.






Lo miré un rato y fui a consultar la enciclopedia: no era un hipopótamo ni un lagarto. No era un elefante marino, ni un yacaré, ni un dragón. No encontré su nombre por ninguna parte.

Así es que como era precioso y se parecía un poco a los animales prehistóricos, lo llamé Preciosaurio.

Claro que haberle puesto nombre no alcanzaba para conocer sus costumbres.

Entonces le ofrecí un poco de leche. Puse un litro en un plato. Se lo tragó de un solo sorbo y como no se movía le agregué otro tanto.

Recién después de gastar más de la mitad de mis ahorros comprando leche y, con el plato cambiado por un balde, el cachorrito se dio por satisfecho y se me tiró en los brazos. Fue la primera vez que un recién nacido me sentó de cola para hacerme mimos.

Sí. Sólo cuando lo tuve entre mis brazos se me ocurrió preguntarme qué haría con él.

En eso pensaba cuando el preciosaurio se quedó dormido.









Lo tapé con mi frazada y entonces supe que ya no podría dejarlo. Mis amigos me ayudaron mucho, sobre todo cuando empezaron los problemas.

A mi preciosaurio había que alimentarlo. Y eso no era nada fácil. A las palanganas de leche hubo que agregar pan duro y después frutas y verduras. Y, al fin, todos los restos de comida del vecindario.

Crecía sin parar.

Le armamos una cama, pero la cabeza no tardó en salírsele por todos los costados.
Era enorme. Al moverse chocaba contra las paredes. Y cuando quería levantar lo que a su paso caía, volvía a tirar otra cosa.

A veces se convertía en montaña para que nosotros lo escaláramos.

Nos dejaba trepar por su lomo y construir aventuras con su sola presencia.

Recién cuando su cabeza pegó contra el techo me di cuenta de que ya no le alcanzaba el espacio de mi habitación.

El pobre se quedaba quietito y agachado para no traer problemas.

Pero cuando hubo que poner mi cama sobre su lomo verde, mis padres me dieron una semana para que me deshiciera de él.

Le pregunté al preciosaurio si pensaba crecer mucho más. Por sus antepasados, me juró que no.

Volví a hablar con mis padres. La respuesta entonces fue terminante: o sacaba el "monstruo" de la casa o...

Junté un poco de mi ropa. Rodeé el cuello de mi preciosaurio con una soga a modo de correa y, por primera vez, salimos juntos a la calle.

La calle lo impresionó hasta la locura. De tan contento pegó unos saltos que hundieron parte del asfalto.

Era inmenso. Mi cabeza llegaba hasta la mitad de sus patas.







La primera reacción de los vecinos al vernos partir, fue encerrarse en sus casas. Y después, desatar el bombardeo: naranjazos, tomatazos, zapatazos. Nos pegaron sin compasión.

Y cuando él vio que me habían lastimado, me cargó sobre su lomo.

En pocos minutos se empezaron a escuchar helicópteros y aviones sobrevolando el barrio. Las veredas se llenaron de curiosos.

— ¡Fuera monstruo! —gritaban al preciosaurio.

Fotógrafos de todo el mundo encandilaban sus ojos transparentes con flashes.

Altoparlantes, gritos y bocinas amenazaban nuestra vida.

Pude ver cuando su nariz de chanchito se cubría de lagrimones y chorros de llanto bajaban como una catarata hasta su boca.

Lo que nunca imaginé es lo que después sucedería.

Rápido, como el más veloz de los caballos, mi preciosaurio empezó a galopar sin rumbo.

Bien lejos del peligro, me hizo bajar de su lomo y, cansado, muy cansado se echó sobre el pasto a dormir.

Habría pasado una hora cuando intenté despertarlo y ya no pude. Su cuerpo empezó a cambiar de colores hasta volverse transparente.

Y derritiéndose de a poco, se transformó en una laguna que todavía existe.

Fue a orillas de esas aguas que apareció un huevo rojo del tamaño de una sandía.

Lo agarré con cuidado. Caminé y caminé con él hasta conseguir una canasta.

Metí en ella el huevo rojo y con un cartelito que decía: "Gracias por cuidarlo", lo dejé en la puerta de la primer casa que encontré.
Estaba triste y cansada. Así que toqué el timbre y salí corriendo.

FIN

Silvia Schujer. Cuentos cortos, medianos y flacos.
Libros del malabarista. Ediciones Colihue



LA  LEYENDA  DEL  BICHO  COMERUIDOS






Cuando llegó no era más grande que una hormiga. Invisible, sí, pero una hormiga. Y entró sacando pecho como si fuera a comerse el mundo.

Dicen que se metió en el barrio como pancho por su casa. Como ciudadano ilustre.

Que empezó el atracón por lo más grande: por la calle principal a la hora en que los autos, la gente y los oficios parecen tener cuerda para rato.

Que se tragó las sirenas, dicen. Las bocinas, el ronroneo de los motores, las frenadas de los colectivos y el estornudo de un canillita.


Que se metió en los bares y tragó mesa por mesa el tintineo de las tazas, el murmullo de las conversaciones y la melodía de un afilador que se coló por la ventana.

Que así fue como en un santiamén y sin que nadie hasta entonces supiera de su existencia, el bicho comeruidos cobró el tamaño de un gato.

Que apenas satisfecho con los ruidos de la calle, fue a las fábricas más grandes de la zona. A comerse el traqueteo de las máquinas como si fuera un postre. Y, con el ruido, a las máquinas mismas que dejaban de moverse por el susto (o porque ninguna máquina se mueve si no suena).

Que tragó todas las quejas, pataleos, silbatinas y protestas de la gente que quedaba sin trabajo.

Que engordó más de cien kilos ese día y, al siguiente, fue a buscar nuevos manjares: los clap clap de unos aplausos le encantaron, según dicen.

Probó el ufa de la bronca. Los ja ja ja de la risa. El chuic de los besos. el glub de las burbujas. El snif de la pena.

Cuentan que una mañana se comió el canto de los pájaros. Dicen que no le gustó. Esa misma tarde, el silbido del viento. Truenos. El repiqueteo de las gotas de lluvia al chocar contra el piso. El chapoteo de los sapos en un charco. Grillos en concierto a la hora de cenar...

Y que así pasó una semana, cuentan. Dos. Tres. Cuatro. Hasta que el tamaño del bicho sólo pudo compararse con el del silencio, lo único que también había crecido desmesuradamente en el barrio. Cuentan que para ese entonces los vecinos se reunían a charlar en las esquinas y cuando menos se lo esperaban el bicho comeruidos les deglutía las voces.

Que trataban de aprender a tocar cualquier instrumento con tal de recuperar la música - Que no sabían ni cómo ni cuándo habían perdido - y que el bicho comeruidos se devoraba las notas como galletitas.

Que a veces pateaban tachos de basura en las veredas o pataleaban un poco para escucharse los pasos, pero el bicho comerruidos se hacia un festín con estas cosas y se lo comía todo. Hasta los suspiros si se le daba la gana.

Que así fueron pasando muchos años, según dicen.

Que hubo más de treinta mil razones por las cuales el bicho comerruidos, a pesar de ser invisible, un día fue descubierto por la gente y que, de todas maneras, no fue descubrirlo lo que cambió las cosas.

Dicen que fue una mañana. Cuando muerto de hambre por el silencio, que él mismo había instaurado, el bicho come ruidos oyó un grito. El grito más agudo que jamás había oído.

Dicen que se estremeció de alegría. Que le volvieron los colores a la cara. Que para saborear mejor el manjar que se le ofrecía se encaminó al lugar de los hechos.
Y que a medida que se iba acercando, el chillido se hacía más audible hasta convertirse en lo que verdaderamente resultó que era: un alarido descomunal con palabra incluida y todo.

¡¡¡SILENCIO!!!, dicen que fue el grito que sonó por segunda vez en el aula de un quinto grado A, en el preciso instante en que el bicho comerruido se colaba invisiblemente por la ventana y, desde la O a la S, se devoraba el banquete.

¡SILENCIO, SEÑORES!, dicen que volvió a sonar estrepitosamente en el aula antes de que el bicho pudiera tragarse el silencio anterior; ese que la maestra que había gritado con tanto entusiasmo a los alumno que no le prestaban atención.

Y que de glotón, nomas, de atolondrado, el monstruo no terminó de tragar uno, cuando trató de devorarse el siguiente con la boca llena y con tanta mala suerte (para él), que se atragantó hasta sentir que los ojos se le salían de las órbitas como dos huevos duros.

Cuenta esta leyenda que el bicho comeruidos empezó a toser y a toser como un descocido y que, como si en verdad se fuera descociendo se le empezaron a escapar del cuerpo todos los ruidos que había acumulado desde su llegada al barrio: voces, estornudos, chapoteos, bocinazos...

Que, como era natural, todas aquellas armonías liberadas se fueron esparciendo por el aula mientras los chicos se dedicaban a atraparlas, a meter las que podían en los bolsillos, en las cartucheras o en los tanques de la birome. Divertidísimos. Sin tener la menor idea de que en ese momento un monstruo se desinflaba para siempre.

Porque así es como cuentan en mi barrio que el bicho come ruidos cayó en desgracia. Derrotado por un grupo de alumnos que, aprovechando la ocasión, se apropió de una increíble variedad de sonoridades. Un barullo -a veces insoportable- que desde entonces cada uno saca del bolsillo para entretenerse cuando una clase le resulta aburrida, plomiza, interminable, insípida, incolora y esas cosas.


FIN ✿◕‿◕✿ (De: “Puro huesos”, Col. Pan Flauta, Editorial Sudamericana)

Cuentos contados
en canto


» El Caballo de Ajedrez


Era que érase un caballo de ajedrez   que soñaba con viajar alguna vez. 
Escaparse por un tiempo del tablero 
al galope o navegando en un velero. 

Dijo adiós una mañana y huyó al trote hacia un puerto donde había un solo bote. 





Por el río remó hasta una meseta, 
atracó y siguió su viaje en bicicleta. 

Pedaleando a San Francisco llegó un día
y de ahí hasta Groenlandia en un tranvía.
A París se fue en un barco y a Japón 
llegó en el acoplado de un camión. 

Decidido a continuar sus derroteros 


el caballo subió a un carro de bomberos. 
Resultó una verdadera extravagancia 
que también se trasladara en ambulancia. 

Lo llevaron hasta el medio de un camino 
por la patria donde nació Aladino. 
Y en camello, helicópteros y coches
no paró de recorrer mil y una noches.



Una tarde el caballo satisfecho 
decidió que de viajar ya estaba hecho. 
– ¡Yo no vuelvo sin volar! – chilló su sombra 
aunque sea un ratito en una alfombra.

Era que érase un caballo de ajedrez 
que volvió hasta su tablero alguna vez. 
No sabe si fue antes o después 
a qué hora de qué día ni qué mes…

Era que érase un caballo de ajedrez… 
(c)Silvia Schujer 
Visto y leído en: musifonia -Letras de Canciones Infantiles-Álbum: Pidiendo pista 

» Un huevo de chocolate


Érase una gallina
con pico y plumas marrones
que en vez de maíz comía
caramelos y turrones.








Se estaba poniendo gorda
a los ojos del granjero
que veía preocupado

achicarse el gallinero.

Y los gallos confundidos     
        
miraban a la gallina
como si en vez de ser ave
ella fuera golosina.



Lo cierto es que una mañana,
mientras comía un turrón,
la gallina puso un huevo
oscuro como un bombón.



Un huevo de chocolate
de sabroso cascarón

por donde asomó un pollito
con pico y pluma marrón.

Tuvo cuna de confites
en papel de celofán
y una sábana de flores
con olor a mazapán.

Ahora todos los que pasan,
picotean y se van.
(c)Silvia Schujer 
Visto y leído en: Silvia Schujer (Colección Buenas noches valijita. Grupo editor Norma)